Lo que escribo, con algunas fotos (o algo así)
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Lo que escribo, con algunas fotos (o algo así)
Nací el 22 de marzo de 1976, primera y única hija de una familia de clase media baja, en el partido de Lanús a 20 KM de la Ciudad de Buenos Aires.
Estudios formales
Completé mis estudios primarios y secundarios en una escuela católica de Lanús y luego ingresé a la Universidad de Buenos Aires para estudiar Derecho, carrera que abandoné al superar el título intermedio de Bachiller en Derecho.
Estudios informales
A los catorce años inicié estudios de actuación y participé desde entonces en diferentes compañías teatrales, cumpliendo distintos roles: actriz, asistente de dirección, directora, dramaturga.
Invento versos y cuentos desde que tengo memoria. Luego le sume a esta pequeña producción, algunos pobres textos teatrales y últimamente he convertido un cuento de mi autoría en un guión.
Se me ha dado, en los últimos tiempos, por sacarle fotos a todo. Esas fotitos no pretenden más que ilustrar un poco estas páginas.
El libro “Insomnios miserables” es una recopilación de poemas inéditos, escritos en el curso de los tres últimos años.
Excepto por los textos teatrales, que han sido estrenados, el resto de los escritos no han conocido más publicidad que la del sol, calentando la caja que los contiene.
Este espacio abre un rumbo nuevo.
Judit.
Tanto miedo le tengo a la soledad
Que prefiero tu compañía.
Miedo de mí en soledad,
Deseo de terminar.
Protegida por la intimidad
Soy impune actor mudo
(en la escena final).
octubre, 2005
COLOR DE TODOS LOS COLORES
El chocolate es marrón y el óxido.
La tierra es marrón y la mierda.
Ella llegó un invierno, tiesa de frío, cargada de bolsas, descalza. Sus lindos ojos son marrones y el agua del riachuelo, que no corre, al lado de la casa de cartón y nylon. Es todo marrón.
Cruza despacio un bote, un hombre, dos niños, un perro flaco y viejo que ladra la basura que pasa flotando cerca de la orilla. Él apenas si los ve, la luz ya se termina. Hoy no se come. Ella duerme. Así le lleva ventaja, de día loca, de noche borracha. Lo mismo lo acompaña, eh.
Primero la dejó quedarse, después le dio unas medias suyas, tiene un pucho humedecido, lo esconde acá, en el mocasín, para que ella no se lo fume; lo sacó de un charco y lo secó al sol una mañana que ella se fue con el perro a pedir comida al puente. No lo fuma, pero se lo pone en la boca y el gusto le recuerda los días de pantalones cortos y tres pelos en la cara, las chicas que los miraban fumar, al Omar y a él. Ella se lo fumaría en un santiamén. Le lleva ventaja, no tiene recuerdos, quiere comer y dormir, como los críos.
Primero la abrazó, una noche que temblaba. Después la dio vuelta y la tuvo, medio torpe, despacio. Ya esta viejo. Ella no se quejó, eh, pero desde esa noche duerme del otro lado de la caja, sentada, con las rodillas contra el pecho y sobre sus pies el perro.
No digo que después de eso no penso en echarla o en matarse, una tarde incluso la golpeó hasta que estuvo agitado y llego a dejarla sin comer dos días. Pero a veces, cuando se va la luz y pasa el último bote, la ve volver contenta del puente, con un paquetito de sobras que le dieron en el patio de comidas, que se hace el ama de casa y pone la mesa, comen juntos y hasta parece que le entiende lo que él dice (¡fija sus pupilas en las de él mientras mastica, con tanto entusiasmo!). Entonces él se anima a contarle de sus hijos, que ya no los ve, del Omar, que lo estafó, del hospital, del que salió directo para acá, del riachuelo y la perdona mientras se va quedando dormida, con la boca llena y se la queda mirando hasta que sale el sol, para ver a la luz, sus ojos, un día más.
Lenta réplica de la lluvia
Sobre el barro
Un caracol esconde la cabeza
Bajo el tallo, de un yuyo,
Suave desliz.
Cama de una plaza.
Oscuro. Un espacio vacío se abre frente a ella y a sus espaldas. Lo tantea pero no avanza, no puede hacerlo. Un calorcito le sube por los pies, la cadera, le llega hasta la nuca. Mareada se lleva las manos a la cabeza y sus palmas rozan una superficie de plomo allí donde deberían estar su cara y su cabello. La bola de plomo, fría, le nace justo encima de los hombros. Verruga gigante, sin ranuras. Respira hondo. Un olor a moho le llena la garganta. Tose y la verruga se inunda del eco de una melodía que reconoce. Suave el locutor de A.M. anuncia las seis de la mañana. Es un bolero, sí. Pero la voz del cantante no, no logra reconocerla…“y que hiciste del amor que me juraste”… la cabeza le pesa, no puede moverse, el calor es ahora frío y pegajoso. Tiene que liberarse. Vuelve a hurgar y encuentra una hendidura pequeña junto a su gorda barbilla. Espía. Al final de ese túnel hay una lucecita, tenue. ¡Sí!. Alegre mueve un pié ¡Libre! Entonces un grito desgarrador la sobresalta. ¿Le pisó la cola al gato? Estremecimiento. Su pié está frío, nobstante, entre sus manos la bola de plomo se derrite, es de chocolate, baja por sus sienes, hombros, pechos, le deja ver una luz brillante.
Está en su oficina de Ntra. Sra. de la Merced, sofocada, con la radio a todo volumen y prendidas a su pie monjas muertas, flacas pasas de uva, con los ojos muy abiertos, negros como los de la estatuilla de la virgen María que tiene sobre su mesa de noche, ahora iluminada plenamente por el velador nuevo.
Normita, con ruleros, da vueltas en su cama de una plaza, húmeda y pegajosa. Por tratarse de un viejo ritual personal se levanta como si nada hubiese pasado, con el camisón empapado en orín y las manos heladas. Muy lentamente, sin hacer ruido, retira la colcha, las sábanas y seca el cobertor plástico del colchón con toallitas perfumadas que esconde en un cajón, detrás de la Virgencita.
Con un fino chal blanco
Con un fino chal blanco sobre los hombros, inmóvil en el sillón de mimbre del recibidor, ve pasar, las figuras abrazadas de una que otra parejita haciéndose arrumacos primaverales y suspira ansiosa. Del comedor le llega el aroma de la sopa que sorbe el padre, sentado en la cabecera, esta noche vestido de traje para presentarse y los pasos arrastrados de la madre, que cada diez minutos asoma la cabeza peinada de peluquería y el collar de perlas y vuelve a esconderse o a mirar domingos para la juventud. Oscarcito le dijo a las nueve. Son las nueve y veinte. El tic tac del reloj le acelera el ritmo cardíaco, con las uñas recién pintadas de bordeaux raspa despacito los apoyabrazos. Nueve y media. Pero Normita no se mueve, para no despeinarse y porque cuando se mueve el fijador de cabello que le puso la madre despide un olor tan intenso que la marea. Linda, le dijo Oscarcito. Delante de los amigos, los amigotes que se reían. Sonsos. Linda y la miró a los ojos fijamente hasta que se le pusieron los cachetes rojos y el cuello colorado. Oscar olía a alcohol, eso no le gustó a Norma. Pero nunca le habían dicho linda. Sería esa hora de la mañana, domingo de primavera, después de misa de siete, que la luz la favorecía, porque ni se había lavado la cara casi, para no llegar cuando ya había empezado la homilía. Y había agregado: nos vemos esta noche. ¡Oscarcito! El hijo de la pandera de la vuelta. Desde los doce años le gustaba y él seguro que lo sabía. La habría visto pasar enfrente de su casa, sin necesidad, para ir a tomar el colectivo a la avenida y acelerar el paso cuando lo veía y bajar la cabeza porque él estaba en cueros, tomando mate con los amigos en la puerta, tan rubio y tan tostado. El recuerdo le hace subir los calores hasta las axilas. Separa un poco los brazos del cuerpo, antes de que se le dibujen completas las medialunas en las sisas. Las diez menos cuarto. El hermano de Norma, en pantuflas y con una banana en la mano se le para al lado.
_¿Queres una fruta gordi?
_ No, no quiero.
La familia terminó de cenar. El padre le palmea el hombro a Ernesto, le da un beso en la frente a Normita. Ya son las diez. No le importa que al otro día tenga que rendir su examen final de segundo año del profesorado de estenografía. Cuando Oscar le dijo: nos vemos a las nueve, sólo pudo pensar en su peinado y en el chal blanco, tan suave.
Desde la pieza de los padres llega el rumor de una audición de tangos. La madre de Normita le trae una colchita tejida a mano, porque se va a resfriar sino.
Las once. La voz del padre susurra lacerante: “lo mismo de siempre” y luego:
_¡Norma, apaga esa luz!
Normita lo hace
Cuadernos y libros de tapa blanda, papel araña rosa y nylon gastado, apretados contra el busto pequeño. Buzo azul de gimnasia, pollera tableada, short blanco y el bello de las piernas erizado por el viento helado, las rodillas juntas, las medias de toalla caídas sobre las zapatillas blancas, de lona. Gorda, Normita tiembla de frío. Llovizna frente al campo de deportes del Burker. Hasta allí llegan del brazo las niñas de tercer año de Ntra. Sra. de la Merced y se demoran charlando con los muchachotes de quinto año, chombas rayadas, shorts ajustados a las piernas musculosas y vozarrones ásperos.
Normita iba detrás del grupo para no volver caminando sola a su casa. La nariz enrojecida, la bufanda a cuadros, los ojos apenas abiertos, andando como un pato. Pero en la esquina de Alem y Laprida el grupo no dobló como siempre y fueron derecho por Alem hacia Temperley todas las lacias cosquillosas, agarraditas del brazo. Ella las siguió hasta el Burker por curiosidad y se quedó, paradita, enfrente.
Abrazados, Marianella y un grandulón en chomba, se le acercan. Normita tiembla. Rubia, Marianella, voz melodiosa “_ ¿Qué mirás?-” y Normita algo le contesta con las mucosas inflamadas por la alergia. Entonces la boca carnosa del grandulón le muestra la lengua y los dientes en una carcajada sonora, “_ ¡Es gangosa la gorda! -” y la carcajada se contagia a todo el grupo.
Al día siguiente el sol se filtrará en líneas violetas a través del vitraux de “La piedad” en la rectoría del colegio, delatando un suave polvillo blanco y las mezquinas mejillas de la hermana rectora serán de guinda cuando Normita confiese cómo la mano velluda y tosca, de remera rayada, subió por los muslos blancos y suaves de la expulsada Marianella, en un banco de la peatonal, a plena luz del día y con el uniforme puesto.
1 comentario:
muy bien 10 felcitada nena!
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